DIARIO DE AVISOS 18-06-2023
El centenario recinto, el mayor parque urbano de Canarias, congrega en su terraza vidas insospechadas junto a un marco natural de ‘mindfulness’ y antiestrés.
En el corazón de Santa Cruz late el parque, pero también es el pulmón de la ciudad y el alma y el paraíso terrenal y todos los caminos parecen conducir a él.
En la terraza, el hongo fusarium que amenaza a las palmeras es tema de conversación, porque se han dejado ver los camiones de los operarios cargando montañas de hojas secas de las especies enfermas. Pero también se cruzan entre las mesas los chascarrillos políticos de entre elecciones y las noticias que ofrece la prensa. Con la pandemia en lontananza, leer los periódicos sin miedo a contagiarse ha vuelto a ser costumbre de la clientela. En el expositor junto a la barra interior techada, donde estos días pasados se refugiaban los clientes más fieles bajo el chipichipi con el que intimidaba la borrasca Óscar, no tan brava como la pintaban, las cabeceras cuelgan desde primera hora de la mañana. La prensa y el café se han vuelto a hermanar como toda la vida. En las mesas, ágiles camareros y camareras jóvenes se desplazan con bandejas repletas en un funambulismo que resulta simpático, su trabajo se hace a prisa como en las cintas cómicas de cine mudo.
No hay lugar que tenga tanta personalidad acumulada como el centenario Parque García Sanabria. Los expertos afirman que, sin lugar a dudas, este espacio verde privilegiado, donde cantan los pájaros y revolotean las mariposas, es el perfecto para combatir el estrés y la ansiedad. Entre senderos diseñados para pasear y meditar, muchos santacruceros y visitantes han ganado años de vida sin saberlo, y ha crecido entre los árboles una cultura del mindfulness, del ejercicio físico, del yoga y el taichí.
El parque es el lugar más transitado de la ciudad, porque nos coge de camino. Pero bastaría con visitarlo por dentro, cuando habitualmente solo pasamos de largo, para obtener los beneficios que nos ofrece. Darse regularmente una vuelta por este paraje nos medicaría física y mentalmente, y a buen seguro nos ayudaría a retrasar el reloj biológico. Más de uno se llevaría una sorpresa por un servicio que es gratis. Los mayores que fecundan en este entorno las horas muertas con su calma zen antes del almuerzo saben a qué se exponen: no solo al sol, sino a toda una rehabilitación. Y los niños que juegan entre las esculturas al aire libre y sus recovecos afines en un ten con ten con la naturaleza reciben un chute de energía impagable.
“El parque es mi finca, y me la atiende el Ayuntamiento”, comenta sonriente un Juan Sabater de mirada sosegada y pelo cano en un rostro sonrosado como un turista ya en plena canícula a media mañana. Sabater fue un líder sindical muy conocido en Tenerife desde los años de la Transición. Vino de Murcia por motivos sindicales en la época de Franco. Era dirigente de UGT cuando se desató la famosa huelga de la hostelería a finales de esa década. “Ahora me dedico a nada”, dice con sorna ya jubilado.
Vivía en los altos de Tacoronte hasta hace poco y se ha convertido en un parroquiano del parque, uno de los habitantes de la acogedora terraza. Lector de DIARIO DE AVISOS, no pierde el gusanillo de estar al día y espera al 23J con la cachaza de quien puede permitirse el lujo de estar a verlas venir, ya sin la implicación sindical y política en que lo conocí cuando llamábamos a aquello tardofranquismo y, más tarde, albores de la democracia. Es un embajador del parque, que es un nido de parquenautas que navegan en su máquina del tiempo sin mirar el reloj. Esta microcivilización se ha ganado el derecho al ocio y el festín de las flores y los árboles en el mejor santuario natural de Santa Cruz. Sabater vive al lado. “En Agua García podaba en mi finca, plantaba zanahorias y berenjenas. Tenía medio centenar de árboles en la parcela, con aguacates, manzanos, naranjos… Ahora vengo y me siento encantado a leer el periódico”, resume como buen afiliado a la logia parquesiana.
Las horas estelares del García Sanabria son las matutinas hasta el mediodía, donde se celebran incluso reuniones de trabajo en las mesas bajo una cubierta acampanada y a menudo en compañía de algún cantautor o instrumentista que ofrece un espontáneo recital y pasa el cepillo.
El físico que se quedó en blanco
Entre fieles y esporádicos, hay personas quese hacen familiares. En José Luis Olivares engañan las apariencias. Tiene 68 años y finge ser mayor. Camina dando pasos cortos porque se ha ido dejando, pero hay días que parece revitalizado y le apetece hablar, con su acento de Madrid y una cultura envidiable. “Trabajé en la Universidad de La Laguna y en el Gobierno canario”, avisa este físico que daba clase a los universitarios en los 80. De las aulas pasó como informático a la banca hasta terminar en la Consejería de Hacienda. “Ahí me pasó lo que me pasó. Nos empezaron a quitar trabajo y me quedé en blanco, sin nada que hacer. Entré en depresión.” Olivares, que anhela “arreglar la pensión” y jubilarse, se nota que necesita del parque, que le levante el ánimo, le gusta ir a paso lento por este laberinto, hace una pausa y se sienta. “Vengo con el hábito puesto, a tomarme el cortado y leer el periódico tranquilo”. En casa pasa las noches navegando en portales de ciencia, últimamente picado por el gusanillo de la física cuántica y la inteligencia artificial, viendo cómo, día tras día, “nos sorprenden noticias que parecen de otra galaxia, con avances médicos”. Piensa que el mundo está dando un giro copernicano, pero prestamos atención a asuntos banales. “Nos tienen embelesados”, afirma antes de despedirse. Hoy no ha traído el bastón, está pelado y parece más joven.
“Mi padre me decía, no se te ocurra ser médico y, menos, ginecólogo. Y no le hice caso”, cuenta Francisco Trujillo Ramírez, un famoso ginecólogo de la ciudad, que supo enseguida la razón de aquella consigna de su progenitor, el cirujano Francisco Trujillo Castro, que presidió el Club Náutico y la Orquesta de Cámara: “Las noches en un hospital son muy largas. Y todo tiene que salir bien. Son vidas. En la Residencia pasé 40 años, la compatibilicé con la clínica de Zerolo en la calle Enrique Wolfson y una consulta particular hasta que me retiré”.
Ahora, este hombre parsimonioso que degusta el paso de las horas sin complicarse la vida, rebusca en la memoria con el tiempo resuelto (“nací el 36, cogí las dos guerras y conocí los cupones de racionamiento con mi madre”), y se sienta en la terraza, fiel al ocio reglamentario de la edad tras multiplicarse en los distintos frentes de los campos de batalla de la salud. Fue del equipo que inauguró la Candelaria en los años 60. “A mis tres hijos (dos varones y una mujer) les dije lo mismo que me dijo mi padre, y me hicieron caso”, celebra con media sonrisa.
Historias del medievo
Al atardecer, la terraza se puebla de una clientela apacible, que mata el tiempo jugando al ajedrez o esperando la noche picando algo antes de la retirada. Es un público que ya no está de paso, sino de vuelta. En el interín del atardecer, Giuseppe Aloisio hace su escala vespertina en la barra de la terraza, y toma algo mientras escucha sus podcasts favoritos, antes de volver a la faena. “A veces me meto a escuchar cosas del medievo, me da por ahí porque es un tema que me interesa, pero busco relajarme antes de comenzar con el trajín de la noche”. Su restaurante Convivio, a dos pasos, es un local de clientela fija y de transeúntes que siguen el eco de su legendaria cocina italiana asequible a cualquier bolsillo. Este cocinero, que se hizo adicto a su oficio porque un día se quedó hipnotizado entre camareros y bandejas del bar de un hotel de Sicilia donde nació, sigue ganando adeptos a sus pizzas fritas y su emblemático tiramisú de elaboración propia, y comenta que no cesa de innovar con productos de la tierra, como sus ñoquis de almogrote y su pasta con chorizo de El Hierro. No es raro ver a Giuseppe cruzando las calles de la zona en bicicleta para adquirir ingredientes que le urgen en su negocio a cualquier hora. Va y viene a su país de origen, cuenta, a visitar a la madre, y es un tifosi del Tete, un hincha del Tenerife que parece haber nacido chicharrero. “El parque es un plato de lujo. Hago una pausa, me lleno de este aire limpio de los árboles, y voy satisfecho a mi curro particular”, resume este chef que ve el parque de espaldas cada día al abrir su local en la calle Numancia.
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